lunes, 8 de febrero de 2010

CARNAVAL

Vivimos en una sociedad moderadamente racional -escribo esto desde una esquina de Europa-, alejada del pensamiento mítico y religioso, más o menos pragmática, más inclinada al desarrollo a través del pensamiento científico que del pensamiento prefilosófico. Hemos descubierto hace muchos años que la Tierra gira alrededor del Sol, y que éste no es un dios al que hay que ofrecer sacrificios para que vuelva a salir por el este al día siguiente. Desde el siglo XVIII somos capaces de reconecer a nuestros semejantes como personas con derechos más allá de su nacimiento y condición social. Entendemos que el diálogo social es un elemento básico y constituyente de nuestro comportamiento político, de nuestro ser en tanto que conformamos una comunidad. Sabemos que una de las mejores maneras de configurar una sociedad más justa es educar en el conocimiento y expandir el pensamiento racional, de tal forma que la superstición, el pensamiento mágico y los prejuicios de todo tipo, acarreados por la ignorancia, tengan la menor influencia posible en nuestro comportamiento.

Somos conscientes, en mayor o menor grado, de todo eso y, no obstante, celebramos con euforia desatada la fiesta del carnaval, que es una fiesta fuertemente ligada al pensamiento mítico-religioso (mítico-pagano en su origen, mítico-cristiano, a partir de la Edad Media, en esta esquina de Europa en donde habito). Vivimos en sociedades urbanas, pero organizamos festejos ligados al culto agrario. Tenemos posibilidad de divertirnos, de hacer festejos porque así lo decidimos con nuestros familiares, amigos, compañeros durante cualquier época del año; pero celebramos una fiesta de excesos, que era preparación a la época de sequía y prohibiciones que le sucedía. Hoy, más que en cualquier otra época de la historia, podemos expresar a cara descubierta nuestro pensamiento, pero llega el carnaval y nos disfrazamos. Hablando en general, tenemos acceso a la comida, a la bebida y al sexo de tal forma que se hubiera entendido como carnavalesca hace tan solo un siglo, pero acudimos al carnaval cada febrero como si fuéramos fieles militantes de alguna secta religiosa.

Alguien podría advertirme, con toda razón, que no lo celebre, que no me inmiscuya en semejante celebración, que me dedique a leer un libro, a ir al cine, a disfrutar de una exposición o de un concierto. Ciertamente esas y otras muchas opciones me parecen más interesantes. No puedo. Soy maestro. Tengo incluso que colaborar en la preparación de dicho festejo.

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