lunes, 15 de agosto de 2011

PRAGMATISMO

The Chalice Well, el pozo del cáliz.

Esa botellita (1/4 de litro), con apariencia de bote para vender alcohol de 96º, es la que te dan en Glastonbury cuando adquieres las entradas para visitar el jardín donde se encuentra la fuente de aguas ferruginosas. La botellita, claro, la puedes utilizar para beber agua o para llenarla y llevársela a quien creas que puede necesitar beber de ella. No hace daño y, si tienes anemia, siempre te irá bien.

No os he contado en la entrada sobre el rey Arturo que el último sitio a visitar, en mi opinión, debe ser Glastonbury, porque allí se supone que están enterrados el rey y la reina, Ginebra; porque el cerro que se encuentra al lado del pueblo es lo que se quiere identificar como Ávalon; porque allí, y esto es lo más interesante desde mi punto de vista, se entrecruzan, como mínimo, tres mitologías: la celta, la artúrica y la cristiana.

En la falda del cerro surge un manantial que ya era considerado como fuente con virtudes curativas por los antiguos celtas. Es más, creían que era la misma Madre Tierra, la diosa originaria, la que nos ofrecía sus propias cualidades a través de esas aguas. Incluso el agua, que por su alto contenido en hierro colorea de rojo el camino por el que transcurre, era tenida como el propio periodo inagotable de la diosa que donaba generosa para que sus hijos se libraran de las enfermedades. Era, por tanto, centro de peregrinación y culto para el mundo celta, lugar de reunión de los druidas.

Más tarde, con el advenimiento de la mitología cristiana, quedó asimilada con la fuente del cáliz, es decir, como fuente de vida ("quien beba de mi sangre y coma de mi carne vivirá eternamente"). En esta historia interviene la leyenda que surgió en torno a José de Arimatea, quien trajo hasta aquí la copa de la Última Cena, esto es, el Santo Grial, elemento que nos introduce de lleno en lo que se conoce en el mundo literario como Materia Bretaña, o ciclo artúrico, pues son los caballeros de la Tabla Redonda los encargados de buscarlo por todas partes para salvar a Camelot de los males que le aquejan.

Supongo que hoy nadie cree en todo esto, siendo esto un cúmulo de mitos, leyendas, costumbres antiguas y ritos que no sé exactamente dónde comienza y dónde acaba. Lo cierto es que los anglosajones, creadores del pragmatismo, tienen una indudable habilidad para sacar provecho de muchas cosas y convertir un lugar, que podría ser simplemente otro de esos muchos sitios más o menos bucólicos, en un pueblo rentable. Y no lo digo en un sentido despectivo, sino con admiración, porque transforman esos espacios en centros agradables, donde se puede pasear sin agobios, tomar un té o una cerveza si se tiene sed, meditar si se forma parte de alguna de las tribus mistico-paganas de la modernidad o, sencillamente, sentarse en un banco si se está cansado.

A eso le llamo pragmatismo, que siempre es más civilizado y más rentable que enzarzarse en una polémica estéril sobre la pureza de las creencias y sus significados, mientras dejamos que un lugar hermoso vaya convirtiéndose lentamente en un sitio cubierto de zarzas que a nadie atrae y del que nadie puede disfrutar.

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