martes, 2 de enero de 2018

DOS AÑOS, OCHO MESES Y VEINTIOCHO DÍAS

Cada vez menos de nosotros, a medida que se sucedían las generaciones, conservó la capacidad de soñar, hasta que hoy en día nos encontramos en una época en que los sueños son algo con lo que soñaríamos si pudiéramos soñar. Leemos acerca de vosotros en los libros antiguos, oh, sueños, pero las fábricas de sueños ya cerraron. Es el precio que pagamos por la paz, la prosperidad, la tolerancia, la comprensión, la sabiduría, la bondad y la verdad: lo que teníamos de salvaje y dormía desatado ha sido domesticado, y nuestra oscuridad interior, que animaba el teatro de la noche, se ha visto apaciguada.

Hace un par de semanas acudí a una biblioteca para coger la última novela de Rushdie, pero acababan de llevársela. Eché un vistazo y, entre otros títulos, me hice con Dos años, ocho meses y veintiocho días, justo la que publicó anteriormente. La verdad es que todo cuanto he leído de Salman Rushdie me ha gustado mucho y no sufrí lo más mínimo por tener que realizar este pequeño cambio de título en mis intenciones lectoras. De hecho, si me obligaran a elegir solamente cinco novelistas vivos, él sería uno de ellos.

Es esta una historia fantástica, como Las mil y una noches a la que se refiere el título. Por aquí transitan hadas y genios, lugares inexistentes y tiempos irreales. Seguro que a quienes gustan de títulos como El señor de los anillos o Juego de tronos, esta novela les va gustar. Pero también, y sobre todo, a quienes gozan leyendo novelas totales como El Quijote, Guerra y paz o Cien años de soledad, porque esta una historia por donde transitan todo tipo de situaciones y personajes en los que vernos reflejados y ver reflejada nuestra sociedad y sus problemas.

Dentro de ese "todo" hay dos hilos conductores: el enfrentamiento entre dogmatismo y tolerancia, por un lado, y el poder de la ficción, por otro. El primero es un tema con el que Rushdie lleva trabajando mucho tiempo y que él mismo ha experimentado de la manera más radical posible. El segundo es un tema universal, en el que un narrador está sumido de manera absoluta —somos la criatura que se cuenta historias a sí misma para entender qué clase de criatura es— y del que necesitamos para dar sentido al mundo.

Otra vez más, Rushdie/Scherezade se salva a sí mismo haciendo lo que mejor sabe hacer: contar una historia.

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