Mostrando las entradas para la consulta CASA ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta CASA ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

lunes, 10 de febrero de 2020

BRONTË RECOMIENDA

Editorial


“A Iñigo Muguruza. A todos los hombres nuevos”. Un libro con esta dedicatoria solo puede ser bueno. Son las palabras que elige Karmele Jaio para empezar su última novela, La casa del padre.

A través de tres personajes, la escritora vitoriana nos hace reflexionar sobre las maneras que tenemos (inevitables, a veces) de construir y transmitir la masculinidad. Es una historia en la que los secretos y los silencios lo dicen todo.

Los protagonistas narran en primera persona un momento actual, un momento cualquiera, un momento en el que los cimientos de nuestra sociedad parece que se han agitado un poco. Ismael es un escritor bloqueado. Jasone es su mujer y parece que está ausente. Libe es amiga de Jasone y hermana de Ismael y está a punto de darse cuenta de que vive sin darse cuenta, sin pelear por lo que cree.

Y es que en La casa del padre, Karmele Jaio también nos hace plantearnos hasta qué punto decidimos lo que sucede en nuestras vidas. ¿Hay cosas que suceden porque sí? ¿Hay responsabilidades que nos vienen dadas? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Es diferente si somos hombres o mujeres?

El caso de Ismael, Jasone y Libe es un caso concreto. Es personal, pero podría ser el de cualquiera. Que no se quede nadie sin entrar en esta casa, La casa del padre.


Y de regalo, un poema. Este de Gabriel Aresti que se titula igual.


LA CASA DEL PADRE

Defenderé

la casa de mi padre.

Contra los lobos,

contra la sequía,

contra la usura,

contra la justicia,

defenderé

la casa

de mi padre.

Perderé

los ganados,

los huertos,

los pinares;

perderé

los intereses,

las rentas,

los dividendos,

pero defenderé la casa de mi padre.

Me quitarán las armas

y con las manos defenderé

la casa de mi padre;

me cortarán las manos

y con los brazos defenderé

la casa de mi padre;

me dejarán

sin brazos,

sin hombros

y sin pechos,

y con el alma defenderé

la casa de mi padre.

Me moriré,

se perderá mi alma,

se perderá mi prole,

pero la casa de mi padre

seguirá

en pie.



Fuente: irun.com

miércoles, 8 de abril de 2015

HARKAITZ CANO

Harkaitz Cano. Lasarte, 1975.

Obra poética:



VIVIR CON UN TIGRE



En vano indagarás cómo vino a parar aquí.
Si lo abandonó por descuido o malicia el anterior inquilino,
si se introdujo por la ventana subrepticiamente,
si se trata, por qué no,
de una mala jugada del vecino que odia nuestra colección de discos
o del trabajador de mono azul que contabiliza todos los meses
el agua, el gas, la electricidad.



Wittgenstein, Cioran, Steiner;
he leído a mis pensadores de cabecera sin hallar respuesta.
Pero lo sé: tenemos un tigre en casa.



Pese a sus días sin dar señales de vida,
ya no nos mostramos, como antaño,
esperanzados ante su posible marcha;
sabemos que ha de volver, y vuelve.



Un tigre no es un gato, difícil acertar,
cuándo se acabarán por extinguir todas sus vidas.



Su mera presencia nos disuade a menudo de abandonar la cama.



El tigre debió de habernos despertado la vocación de cazador, pero no lo hizo.



Tantos hermanos que fuimos, no estamos ya todos,
mas, ¿hemos de culpar al tigre?
Siempre hubo alguna riña antes de la partida definitiva
y no pudimos con certeza acusar al felino de su marcha,
si bien en ocasiones sale a cuenta tener en casa
a un tigre a quien culpar.



Llegamos tarde al trabajo y nos decimos: “De no ser por el tigre…”



A veces es cierto, otras veces no.



Los relojes se retrasan cuando vives con un tigre,
parece tan temprano que, de pronto, se ha vuelto demasiado tarde.



Nunca es tan temprano como crees.



Parece mentira que un tigre, con esas garras,
tenga la capacidad de hacer girar las manecillas del reloj.



Frase grandilocuente, pero cierta: un tigre puede parar el tiempo.



Quizá no interpretamos bien los signos:
cosas que iban faltando en el frigorífico, armarios revueltos,
prendas rasgadas.



Hay que andarse con mucho ojo, cuando tienes un tigre en casa.



No es un cachorro, pero quizá fuese más joven antes.
¿Creció junto a nosotros? ¿Era un tigre ya adulto desde el principio?
¿No serán, a falta de uno, dos tigres? ¿Tres tigres, decís?
Vivimos sin poder despejar la incertidumbre.
En casa no nos ponemos de acuerdo,
apenas si lo hemos visto alguna vez de cuerpo entero:
a veces no es sino una leve sombra a nuestras espaldas,
ora aliento, ora pestilencia:
espía nuestras celebraciones,
escruta nuestros sueños,
recela de nuestras carcajadas,
le intrigan nuestros llantos.
Al girar la cabeza, a duras penas llegamos a distinguir su cola
arrastrándose suavemente, desapareciendo.
Huellas en la moqueta,
rugidos selváticos,
crujidos de tarima,
pequeños rastros, casi imperceptibles,
evidencian que sigue ahí.



Oigo hablar a expertos en la radio:
que si el tigre esto, que si el tigre lo otro, que si el tigre lo de más allá…
Y yo me digo: “no hablaríais así del tigre,
si tuvieseis a uno en casa”.



Tenemos un tigre en casa pero jamás
hemos cruzado una mirada franca.



Nos dimos prisa por enseñar a caminar al más pequeño;
temíamos ofender al tigre si otro diferente a él
gateaba por los pasillos.



Pocos se atreven a visitarte cuando tienes un tigre en casa.



A menudo olvidamos que vivimos con un tigre,
las jornadas transcurren sin apenas acordarnos,
hasta que te lo encuentras de frente
el día menos pensado:
por ejemplo un miércoles, digamos que en otoño,
de camino a casa tras el trabajo, cansados y silbando.



¿Decís que son nobles algunos tigres?



Un tigre es un tigre, más allá no me atrevo a afirmar nada.



No es de protección oficial la vivienda, pero tenemos a un tigre en casa.



Lo hemos pensado a menudo: vender la casa sin advertir al comprador.
Dejar todas las puertas abiertas y esperar a que se vaya,
abrir todos los grifos y escapar nosotros.
Mil cosas hemos pensado, pero al final, ésa esa la verdad,
puede que nos hayamos acostumbrado a vivir con él.



¿Puede nacer y desarrollarse el cariño con respecto a un tigre?
Puede nacer y desarrollarse, pero un tigre es un tigre
y jamás se desvestirá sus rayas.



¿Es macho o hembra? ¿Tiene cincuenta años?
¿Quince? ¿Setenta y dos? ¿Quinientos?
En la sobremesa, mientras rebuscamos entre las nueces
por él mordisqueadas, especulamos acerca de su edad:
si ha envejecido, si perdió reflejos o destreza,
si no se tratará de un gran engaño,
si no será, al fin, más que un diablo parásito
oculto tras la careta de un tigre.



Quisiera escribir con recta concisión sobre las rayas torcidas del tigre.



Mientras observo a la gente por la calle, apenas si me atrevo a preguntar:
¿Tienen ustedes tigre en casa? Confiesen: ¿existe casa sin tigre?
¿No será, quizá, Arañazo el nombre de la nación que todos habitamos?
¿No dicen, acaso, que todas las mujeres y todos los hombres somos semejantes?



Vivo con un tigre y, francamente,
a estas alturas no sé si acertaría a vivir

sin tigre alguno.

                       Traducción de autor. Poema original, aquí.



martes, 23 de agosto de 2022

LA CASA DEL POETA

Me encuentro esta curiosa antología, La casa del poeta, y no puedo resistir la tentación de llevármela a mi casa. Es como llevarme una pequeña manifestación bajo el brazo, pero, entendámonos, una manifestación de la palabra creativa, una poliédrica reivindicación de la casa en todas sus vertientes. Me siento en el balcón y picoteo acá y allá, unas veces buscando el poema ya conocido; otras, rastreando aromas nuevos. Corrijo: es mala imagen la de la manifestación, es una fiesta, una alborozada reunión en la que cada cual trae un perfil, una apariencia, una representación, una lámina distinta de la casa en la que habita, o se imagina habitar, o quiere habitar, o no quiere, pero es su casa, o no es su casa, o no es la de nadie, o quisiera ser la de todos. 

¡Uf!, con tanta fiesta, creo que me estoy haciendo un lío. Lo mejor será que os deje tres breves ejemplos. Los hay largos y muy largos, pero tengo una especial querencia por los cortos.


HAIKU DE LA COCINA


Tú, lo importante.

Monda de la patata.

El resto, nieve.

                    Gonzalo Escarpa.



CASA DENTRO DEL MAR


Un cuarto donde hubiera

olas,

donde la espuma y el fragor llegaran

hasta la cama. Un cuarto con mareas.

Con peces.

Con medusas.

Húmedo y exquisito.

Con sal y escalofrío.

Eso soñé.

                     Mis pies pisan arena

y tengo miedo de que sea mentira:

no abro los ojos y te toco a ciegas.

                    Josefa Parra.



MOMENTOS QUE NO TIENEN PRECIO


Llegar al fin

hasta la puerta

de tu casa,

entrar,

echar todas las cerraduras,

y, como quien saborea

el sabor de la venganza,

decirlo:


           "ahí

os quedáis,

hijosdeputa".

                   Karmelo Iribarren.


¿Cómo? ¿Que no os he dicho quienes eran los invitados? ¡Uy, es verdad, qué despistado! Aquí los tenéis:

De la contraportada del libro.

***


Путин, немедленно останови войну!

domingo, 9 de septiembre de 2018

POEMA DEL FIN, MARINA TSVETÁIEVA


Monika Zgustova nos advierte en el epílogo de El canto y la ceniza que este extraordinario poema es la pasión más pura. Es el sufrimiento de la pasión amorosa. Si en los siglos pasados los poemas épicos narraron aventuras y acontecimientos colectivos, en el siglo XX los poemas largos son monólogos interiores que hablan de las vivencias más íntimas del hombre. Este es el caso del Poema del fin. El encuentro de dos enamorados; un intercambio de sensaciones, más que de palabras, que tiene lugar entre ellos; la decisión de romper. Nada más (...) Lo único que cuenta son las sensaciones, los sentimientos, las emociones (p 287). 


1

Contra el herrumbroso cielo de hojalata,
como un poste, como un dedo.
Donde siempre, él.
Como el destino.

—Menos cuarto. Puntual ¿eh?
La muerte no espera.
Ligero, su sombrero
se alza.

Entre pestañas, el reto.
Los labios, prietos,
Un saludo —inclinación
de cabeza—, grave.

—Menos cuarto. ¿Puntual?
Miente la voz.
¿Qué ocurre? —se ahoga el corazón.
¡Alerta!  —advierte la cabeza.

El cielo de la malaventura,
hojalata oxidada,
Él, donde siempre.
Las seis en punto.

El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.

Un transeúnte apresurado
me clava el codo en la cintura.
Estridente, cercaba,
una bocina.

Ulula, brama,
aúlla como un perro con rabia.
(La vida se te agolpa
cuando mueres.)

Ayer —a media máquina,
hoy —hasta las estrellas.
(Este es el momento de exceso:
o todo o nada.)

Por dentro: ¡amor, amor!
—¿Qué hora es? —Las siete ya.
—¿Vamos al cine o…?
Un estallido: —¡Vamos a casa!


2

Hermandad de los nómadas
—a esto nos llevas.
Una tormenta,
sobre la cabeza, la espalda:

horror en las palabras
que esperamos.
Como una casa en ruinas,
son las palabras a casa.

Las grita el niño con desgarro:
¡vamos a casa!
Casi un bebé ya había dicho:
¡Dame! ¡Es mío!

Hermano mío en los excesos,
fiebre mía, escalofrío.
Mientras todos piden salir,
tú dices sólo: ¡a casa!

Caballo que da tirones al ronzal.
—¡Arriba!— la soga hecha pedazos.
—No hay casa para nosotros.
—Sí, aquí mismo, a diez pasos.

La casa de la montaña. —¿O más
alta tal vez? ¿La casa en la cumbre?
La ventana justo bajo el tejado. —No sólo
por el fuego de la aurora, encendida, ¿verdad?

De nuevo: la vida —o sea,
la exactitud de los poemas.
Casa, es decir: ahí
afuera, en la noche.
(Oh, ¿a quién confiar

El tormento, la pena?
¿Mi angustia, más verde que el hielo?)
—No pienses tanto en ello.
Sopesando respondo: —Sí.


3

El muelle. Me aferro al agua
como al más firme puntal.
Jardines suspendidos
de Semíramis: aquí están.

Esta franja de acero, sombrío
tornasol de metal, agua
a la que me aferro lo mismo que al libreto
la cantante o el ciego a las ásperas

paredes… ¿No me devuelves
nada? Me inclino al consuelo
benigno de la sed, me aferro a ella
como al borde de la cornisa quien camina

dormido…
              No es por el río —¡soy náyade
de nacimiento!— este escalofrío. Me aferro
al agua como si fuera la mano del amante
que fiel está a mi lado…

                                  Fieles
son siempre los muertos —no todos traen
consuelo… La muerte a mi izquierda
y, a mi derecha, tú. Mi costado
derecho, como muerto.

Se abre paso, de pronto, una luz.
Risas vulgares de tambor de feria.
—Tú y yo deberíamos…
                                 (Escalofrío)
—¿…Tendremos valor?


4.

Capas de niebla clara,
olas de gasa.
Densas, humosas,
ruidosas. ¿A qué huele?
A prisa enloquecida,
a tratos, chismorreos,
apaños comerciales,
y colorete en las mejillas.

Solteros con anillo.
y viejos de pose juvenil.
Todos ríen, bromean,
y, por debajo, calculan.
Con calderilla o con billetes,
sin remedio, manos sucias.
… Afanes comerciales,
y colorete en las mejillas.

(Por encima del hombro: —¿Es
ésta nuestra casa? —¡Desde luego, no mía!)
Uno firma cheques
otro, besa un guante
de satén, el tercero se ocupa
de un zapatito de charol.
… ¡Oh bodas comerciales!
y colorete en las mejillas.

Picos de plata: en la ventana
la estrella de Malta.
Se besuquean, se abrazan
y se acarician, se mecen…
(Perdón: huele a restos
del banquete de ayer.)
Acuerdos comerciales
y, en las mejillas, colorete.

¿Corta, la cadena? ¡Ni hablar!
Y es de platino, no de latón.
La triple papada tiembla
de un toro cenando ternera.
El diablo, el cuello azucarado
y cuernos de satén. Pequeños
descalabros comerciales
y, colorete en las mejillas, pólvora
de Berhold Scharz…
                            varón
talentoso, generoso.
—Tu y yo deberíamos hablar.
—¿Tendremos valor?


5.

Espío un signo en sus labios,
pero bien sé que no hablará.
—¿Ya no me quieres? —Sí, te quiero.
—No, no me quieres. —Me siento cansado,

triste, consumido. Me siento acabado
(La mirada, altiva, por la sala.)
—¿Es esto nuestra casa?
—La casa está en nosotros. —¡Bonitas palabras!

El amor es de carne y de sangre,
flor que con sangre propia se riega.
¿Crees que es amor
un rato de charla en la mesa?

¿Y después, como ellos —damas
y caballeros—, cada uno a su casa?
El amor no es sino…
                             ¿sagrario?
¡Qué palabra! Mejor decir: llaga,

cicatriz. ¿Bajo los ojos de camareros
y borrachos? (Y por dentro:
el amor es este arco tenso,
es decir: ruptura. Ruptura.)

—Amor significa unión, y nada ya
nos une, ni labios ni vida. (Oh, no
me des la malaventura, te rogué
al comienzo de nuestra intimidad,

en aquella hora cercana a la cumbre
y la pasión. Ya humo —Memento:
eso es amor —dejar que se queme el don
¡siempre en vano! En el fuego.)

Los labios —grieta en la concha— lívidos:
sonrisa de intendente. —Primero,
una cama común.
                          ¿Abismo,
quieres decir? Tamborileo

de dedos en la mesa. —¿No querrás
mover montañas? Amor
significa…
              —Mío.
—Ya entiendo. ¿Conclusión?


                    ***

El ritmo de los dedos en la mesa
se acelera. (Cadalso.)
—Vámonos. —Yo hubiera preferido:
muramos. Sería más sencillo: muramos.

Basta de banalidades: basta
de viajes, versos, hoteles, tranvías…
—El amor significa la vida.
—No, otro nombre le daban los antiguos…

                                                                                     —¿Entonces?
Aprieta el puño —un pez muerto—
el pañuelo. —¿Nos vamos?
—¿Adónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte —en claro.

—La vida. Como un cónsul romano
que evalúa —águilas ojos— lo que queda
de sus huestes.
                      —Rompamos, pues.


6.

—Lo que yo quería no es eso.
No, no es eso. (Por dentro:
del cuerpo es la voluntad. Tú y yo
desde hoy somos almas

el uno para el otro…) —Y él, no lo decía.
(Sí, cuando el tren ya arranca
dejáis a las mujeres el triste honor
de la ruptura…) —¿Será un malentendido?

¿He oído mal? (Oh, galante
embustero que ofreces a la amiga,
como una flor, el falso honor
de la ruptura…)

                      —¿Seguro?
¿La palabra, letra a letra,
que has dicho es: rompamos?
(Como quien deja
caer en el más dulce

de los excesos un pañuelo…) —Ah, César
de este combate. (Y te atreves
a entregar —sutil ataque— como trofeo
al enemigo la espada que blandía.)

Él sigue. (Los oídos me zumban.)
—Me inclino ante ti: eres la primera
que se me adelanta en la ruptura.
—Se lo dices a todas, ¿verdad?

Sin duda: una jugada
digna de Lovelace. El gesto
que tu orgullo blande, a mi
me arranca la carne

del hueso. —Risa. Y con ello,
la muerte. Un gesto. (Ningún deseo
-desear es lo propio de otros, nosotros
somos sólo sombras

ya uno para el otro…) Clavado está
el clavo último, atornillado
el último tornillo de esta caja de plomo.
Un ruego todavía: no hables de mí

a ninguna de las que me sucedan.
(Así gritan los heridos, y ven cómo llega
la primavera desde la camilla.) —A ti
lo mismo te pediría.

¿Mi anillo como recuerdo?
—No. —Mirada nublada, errante:
está ausente. (Ponme —como sello—
en tu corazón, ponme como anillo

en tu dedo… ¡Nada de dramas!
Me lo trago.) Ronco y seductor:
—¿un libro, quizá? —¿También a todas?
—No. Y no escribas ya,

nunca más, libros…


                 ***

No, eso no.
Llorar, eso no. No
Llorar.

Nosotros, hermanos,
pescadores errantes
bailamos —no lloramos.

Bebemos, no lloramos.
Con sangre ardorosa pagamos
—no lloramos.

Hundimos en el vino
las perlas —somos reyes
del mundo —no lloramos.

—Me voy, pues. Mis ojos
le atraviesan. Arlequín al fin
como un hueso la lanza
a su fiel Pierrette la más indigna

primicia: el honor del fin.
Efecto de telón. La última
palabra. Un poco de plomo
en el pecho sería más dulce,

más cálido, más puro…
                                 En los labios
clavados los dientes. No
lloraré.

Lo más duro
en lo más tierno.
No he de llorar.

Hermanos errantes,
Morimos —no lloramos.
Ardemos —no lloramos.

En ceniza y en canto
ocultamos al muerto,
errantes hermanos.

—¿Primero yo? ¿He de ser yo la primera?
¿Cómo en el ajedrez? Aunque también
las primeras nos llaman
al cadalso…
                       —Va,
pero no me mires. (A borbotones
brotan, en cascada. ¿Cómo hacer que el agua
regrese a los ojos?) No,
no me has de mirar,

te vuelvo a decir.

Con voz fuerte y clara
y mirada segura:
vámonos, mi amor,
tengo que llorar.


                    ***

Una imagen aún —en medio
de las huchas vivientes, prósperos
comerciantes, luce una nuca rubia
—trigo, centeno, maíz.

Rizos de amazona que escarnecen
del Sinaí los mandamientos,
melena de oro viejo, joya fulgurante,
tesoro inagotable de consuelos.

(Y para todos.) No siempre avara en el reparto
la naturaleza, prodiga aquí sus bienes.
¿Desde dónde emprender el retorno,
cazadores, de esos dorados

trópicos? Su áspera desnudez
excita, atiza el lagrimal
—oro en cascada, voluptuosidad
risueña y fulminante.

—¿Verdad?— Los ojos acarician,
seductores. Cada pestaña —obsesión.
Cadencia de los mechones dorados,
gesto que sojuzga subyugando.

Ah gesto: desnudas el vestido,
sonrisa-mueca, más simple
que comer y beber. (Aún hay en ti
esperanza de cura. Para ti, sí.)

¿Así que seremos como hermanos?
Buena aliada en la alianza de la vida.
—¿Te ríes y no has acabado de enterrarlo?
(Yo ya lo he enterrado —y me río todavía.)


7.


Después —el muelle. El último. Fin.
Des-compartidos y sin manos
seguimos, como dos vecinos reñidos,
sin animo. Sube el llanto del río.

Sal de mercurio a raudales
lamo sin miedo: hoy
no deja el cielo brillar
la luna grande de Salomón.

Poste. Oh romperse, hasta la sangre,
la frente contra él. Desmenuzarla, hacerla
polvo. Compinches asesinos,
despavoridos vagamos. (Víctima —el Amor.)

Basta. ¿Han de ir separados los amantes?
En la noche. ¿A dormir —no juntos?
¿Con otros? —¿Comprendes que el futuro
esté ahí? Me roza re-unión.

—Pareja de recién casados… —Domir.
—Dormir. —Ni el pie acompasado
ni el mismo ritmo. Ruego: —Tómame
del brazo, no marchemos como presos.

Eléctrico. (Como si su alma
tocase mi mano. —La mano en la mano.)
El contacto se vuelve bruscamente
rayos y fiebre.

                    Ha tocado
su mano mi alma. Me aprieta —todo de pronto
arco iris. Mas irisado que las lágrimas,
qué hay. Telón de lluvia, perlas. No
hay muelles que se acaben así.

                                             El puente:
—Y ahora, qué. ¿Qué, ahora, aquí? (Galopa,
coche fúnebre.) Ca-almada mirada.
—Vamos a casa, ¿quieres?
Ahora. Por última vez.

8.

El puente último.
(No dejaré tu mano,
                             que es mi prenda.)
El último puente,
el peaje postrero.

Agua y cielo.
Cuanto monedas,
pago de Caronte,
paso de Leteo.

Sombra de la moneda,
en la mano de sombra.
Monedas sin sonido.
De sombra deposita

en la mano monedas. De sombra.
Sin tintineo, sin brillo,
entrégaselas: a los muertos
les bastan los sueños.

Puente.


                 ***


Refugio, amparo
de los amantes sin esperanza.
Puente — es — pasión.
Siempre entre pasos.

Un nido me procuro. Tibio
es el costado —me acurruco.
Ni antes ni después:
el lugar de una chispa.

Ni manos ni pies, mis huesos
lo confirman: sólo en tu costado
cobra mi costado
vida.

Vivo en mi costado derecho.
Todo en él —oído y eco.
Como la yema en la clara
y el esquimal en su piel,

así me aprieto.
¿Siameses, cómo podéis sostener
que algo os une?
Y aquella mujer —la que no olvidarás,

pues la llamabas madre—
al llevarte bajo el corazón,
en su quieto triunfo
no te tuvo más cerca.

Unidos vamos en un nudo
—contra tu corazón me acunabas.
¿Me tiro abajo?
No, dejaría tu mano

para ello, de la que nada
me va a poder desprender.
Puente —y no marido:
amante —y desencuentro.

Puente, tú nos preservas.
El río, de nuestro cuerpo
se llena. Garrapata soy, hiedra:
arráncame de raíz.

Hiedra y garrapata, si.
Hazlo con crueldad, sin clemencia.
Me has arrojado viva,
como una cosa, a mi

que he carecido siempre,
en este mundo vacío, de respeto
por nada.
              Dime que sueño,
que es de noche, que llegará

el alba con un expreso
a Roma, a Granada tal vez…
Almohadones de nieve
al Himalaya desde Mont Blanc…

Precipicio profundo:
¿escuchas mi costado?
Mi rescoldo — sangre final.
Más sincero —que cualquier poema.

¿Has entrado en calor? ¿Con quién
te irás, a quién te alquilarás
mañana? Dime que no es cierto,
dime que el puente no tiene ni tendrá

fin…
      —Fin.


                     ***


—¿Aquí? —El gesto, de niños…
—¿Entonces? De acuerdo, lo acepto…
Un momento todavía:
por última vez.


9.

A través de fábricas ruidosas,
vibrantes por el eco de la voz,
lo más íntimo, lo que la lengua calla
te diré —secreto que ante los maridos

las mujeres y las viudas ocultan.
Lo que Eva conoció por el árbol
y silenció: que yo no soy sino
un animal herido en el vientre.

Que abrasa. Como si me arrancaran
la piel con el alma. Se esfumó en aire
la herética y absurda insensatez
a la que dimos el nombre de alma.

Desmayo, plaga, cristiano mal
—ponedle paños calientes, si queréis:
nunca ha existido. Se complacía
en seguir estando vivo

sólo el cuerpo. Y ya no quiere.


                       ***


Perdóname. No quería.
Es grito de entraña devastada.
Así esperan los condenados
su ejecución al alba,

jugando al ajedrez. Risa
burlona el ojo del vigilante.
Somos los peones de un tablero
y alguien va jugando con nosotros en él.

¿Dioses buenos? ¿Malignos? ¿Quién?
Todo el horizonte es el ojo del vigilante.
Ruido metálico. Pasillo sangriento.
Ya se ha acabado el juego.

Un cigarrillo por última vez.
Y escupir —ah vida, vida.
Escupir. Al borde del tablero,
Abierto está el camino —desangrarse—.

a la huesa. Te miro de reojo.
Es la luna un ojo secreto que vigila.

—Qué lejos estás ya.


10.


Escalofrío. A la par,
juntos. —Nuestro café.

Nuestra isla, templo
donde cada mañana, casi amanecida

—gentuza, pareja de unas horas—
veníamos a rezar.

Dentro —desorden y olor agrio,
adormilados, en primavera…
Seguro que era de avena
aquel café sin sabor.

(¡Con avena doman el ardor
de los caballos.) No era
de Arabia, no: de Arcadia
era aquel aroma

del café…

Y cómo sonreía
la dueña, tan amable,
cuando nos sentaba juntos—
con qué placidez

de un amante de pelo cano.
Como si dijera: —¡Vivid!
también os marchitaréis—.
La cartera vacía, el arrebato,

nuestros bostezos al unísono
la hacían sonreír. Y sobre todo
la juventud. Las mejillas tersas,
la risa sin motivo —éramos

la juventud. Pasiones no muy
corrientes en estas tierras
de climas crudos.
¿De dónde las traía el viento

hasta el lívido café?
—Túnez, Marruecos… Músculos
y anhelo bajo la ropa triste.
¿Desde dónde venían?

(Querido, no me lamento:
son nuestras cicatrices.)
Afable compañera,
con la cofia de hilo

planchada a la holandesa…


                     ***


Entreveo, evoco casi sin comprender.
Como si nos hubieran echado del festín.
—¡Nuestra calle! —¡Cuántas veces nosotros…!
¿Nuestra? Ya no. ¿Nosotros? Ya no.

Por el oeste saldrá el sol
mañana. Habrá de hacer la guerra
contra Yaveh, David.
¿Cuál será nuestra gesta? —Ruptura.

La palabra más absurda:
Rupt-ura. ¿Una entre mil?
Un muro de siete letras:
y tras él, el vacío.

¿Serbio, croata? ¿En qué lengua?
¿Se mofa de nosotros la lengua checa?
Rupt-ura. Separación…
Qué sinsentido inacabable.

Sonido terrible, revienta los oídos
y apura la angustia dentro…
Ruptura. No es en ruso,
ni parece femenino o masculino.

Ni sagrado. ¿Qué somos
—ovejas que bostezan
Después de pastar? ¿Cómo?
¿Qué significa separación?

Carece de sentido, es sonido hueco
—cuando una sierra corta el sueño.
Separación: escuela poética de Jlébnikov:
lamento de ruiseñor,

                             canto de cisne. ¿A qué fin?
El aire —cuando se acaba en la mina.
—La mano en la mano se siente temblar.
Ruptura —un rayo en el cráneo.

El mar arrastrando el barco
En el último cabo de Oceanía.
¡Estás callejuelas estrechas, tan empinadas!
Separarnos es yacer al pie

de la montaña. Ahogo y dos suelas
pesadas —la palma de la mano y su clavo.
Es claro, deducción evidente: separarse es ya no
compartir.

               Mas fundidos quedamos tú y yo…


11.


Perderlo todo de un golpe,
un tajo limpio.
Suburbio, arrabal:
El día se acaba…

Se acaba la ternura —piedras—,
las casas, los días y nosotros —se acaban.

Mansiones vaciándose: las honro
como a una madre anciana.
Porque vaciarse —madre— es acción:
lo vacío no se puede vaciar.

(Mansiones medio vacías, mejor sería
que os quemaran.)

Que un gesto rudo
no abra la herida.
Suburbios, arrabal.
costura que se rompe.

Sin desmesura verbal,
el amor es sutura.

Sutura: ni venda ni escudo
—no pidas ayuda—.
Sutura: el muerto cosido al suelo
como yo cosida a ti.

(Con qué hilo, lo ha de decir el tiempo,
si endeble o fuerte.)

De cualquier modo, querido
mío, aunque la sutura se ha abierto,
esta herida no supura
podredumbre infecciosa.

Debajo de las bastas,
venas vivas, sangre roja.

Quien rompe no pierde.
Oh arrabal,
suburbio, divorcio seguro
de dos frentes.

Cerebros al aire,
patíbulo de las afueras.

Nunca pierde quien rompe
y huye al alba. Yo en la noche
me he cosido a ti
toda una vida sin bastas.
Perdona si no iba atinada.
Arrabal: ruptura de suturas.

Almas descosidas,
múltiples heridas
barrio, suburbio,
amplia es la sima

del arrabal. ¿No oyes el zapato
del destino en el barro limoso?
Es rápida mi mano, amado,
y vivos los hilos,

fuertes. No quebrarán.
Es éste el último farol.


                 ***


—¿Aquí? —Ahora me mira.
Mirada sometida
de súbito complot.
—¿A la cima? Por última vez.


12.


Espesa crin.
Lluvia en los ojos. Cerros.
El arrabal, atrás.
Estamos fuera de la ciudad.

Ser: no ser. Qué más da.
Madrastra y ya no madre:
ya no hay adonde ir.
Moriremos aquí.

Campos. Algún vallado.
Somos hermana y hermano
y la vida un arrabal
—ya fuera de la ciudad.

Señores: el juego
está perdido.
Sólo existen arrabales,
¿Dónde estarán las ciudades?

Arrasa el diluvio todo
—enfurecido.
Solos, de pie, tú y yo:
ruptura. ¿Será como al pobre Job

que Dios nos quiere probar?
—Juntos, en tres meses, sólo
Esta vez. Y en vano.
Ya estamos extramuros.


                      ***


Extramuros. Mira: fuera de la ciudad.
Hemos pasado la frontera. La vida:
Este lugar donde no es posible vivir.
Así, el gueto judío.

¿No es más digno andar errante
como un judío? A los ojos
de quien no se ha hecho un bribón.
el pogrom es la vida.

Vida de los renegados,
de los conversos devotos:
antes el infierno, las islas
mortales de los leprosos.
La vida que se ofrece a los conversos
—la del matarife a la oveja.
El derecho al permiso de residencia
lo desprecio, lo arrojo —lejos de mi.

Venganza pides, escudo de David,
por esa abducción de los cuerpos,
¿o no han querido vivir
los judíos? Oh embriaguez:

terraplén, foso —¿gueto de élites?—.
Sin piedad. Si es éste
un mundo cristiano,
los poetas somos judíos.


13.


Como la piedra afila el cuchillo,
como se desliza el serrín al barrer,
así, aterciopelada, la piel
húmeda súbitamente en los dedos.

Oh dobles —coraje, sequedad—
de los hombres, ¿dónde estáis,
si en mis palmas hallo lágrimas
y no lluvia?

                El agua es de la fortuna,
¿qué más podría desear?
Si tus ojos son diamantes
que se vierten en mis palmas,

ya no pierdo
nada. Fin del fin.
Caricias, caricias
—acaricio tus mejillas.

Somos así, orgullosas
y polacas –Marina-,
cuando en mis manos llueven
ojos de águila:

¿lloras? Mi amor,
mi todo: perdóname.
Trozos de sal
caen en mis palmas.

Llanto de hombre, veta
que en la cabeza retiembla.
Llora. Otra te devolverá
la vergüenza que te hice dejar.

Somos dos peces
del mis-mí-si-mo mar.
Dos conchas muertas
labio contra labio.


              ***


Todo lágrimas.
Sabor
a armuelle.
—¿Y mañana
cuando
despierte?


14.


Senda de ovejas—
bajamos. Ruidos de la ciudad.
Tres chcias se acercan.
Se ríen. De las lágrimas

ríen, como bobas,
como ola
             del mar,
de las imposibles

lágrimas de hombre —tan visibles
pese a la lluvia. Dos llagas,
dos indignas perlas,
infamantes para el bronce
del guerrero. Tus primeras
y últimas lágrimas
                          —oh derrámalas—,
lágrimas perlas
de mi corona.

Altiva las miro —como a lluvia
En la lluvia— y les hablo:
                                    —fijaos
bien, muñecas de Venus,
vínculo es éste más íntimo

que el deseo
y que un anillo de boda.
El Cantar de los Cantares
nos prestará su voz,

y Salomón se inclinará
ante nosotros, pájaros
desconocidos, porque llorar
juntos es mucho más que un sueño.


                       ***


Cabizbajo, y solo, y oscuro
—silencioso, sin rastro—
en las olas de niebla se funde
como se hunden los barcos.



Praga, 1 de febrero de 1924
Jíloviste, 8 de junio de 1924

sábado, 28 de enero de 2012

EN CASA. Una breve historia de la vida privada

Bill Bryson nos ofrece con este trabajo un libro lleno de anécdotas, erudición y un montón de bibliografía bien utilizada. Divertido (se puede leer como pasatiempo) y algo caótico, lo que también tiene su gracia. No es su anterior Una breve historia de casi todo —de la que se vale para vender ésta por analogía con el nombre—, ni podemos compararlas porque la importancia del tema es claramente inferior aquí, pero se deja leer casi siempre con satisfacción. Es más, este libro no es lo que enuncia el subtítulo. Por más que los editores así lo deseen, aquí no encontramos una historia de la vida privada.

El libro es en sí un inmenso anecdotario que tiene como excusa la casa, una antigua rectoría, en la que residió durante algunos años en Norfolk. Los capítulos llevan por título cada uno de los habitáculos o dependecias de la casa —el salón, el pasillo, el vestidor, el baño, el jardín...— y esa espacio da pie para que el autor se explaye sobre una multitud de cosas que están, más o menos, en relación con él. Desconcertante es en este sentido el último capítulo, El desván, cuyo contenido nada tiene que ver con el lugar al que hace referencia; sin embargo, cierra muy bien el libro.

No es, creo que ya queda claro, una historia sistemática de la vida privada. Si alguien pretende leer una, puede acudir a la que Taurus publicó en 1987 en cinco volúmenes. Tampoco es una historia de la casa. Se trata, antes bien, de un impresionante conjunto de informaciones que tiene que ver con una casa, sus necesidades o las costumbres que surgen en su entorno, entendiendo por casa una residencia familiar inglesa. Y que hayan trascurrido, aproximadamente, en el último siglo y medio, es decir, desde la famosa exposición londinense de 1851, a partir de la cual se inicia el relato.

Sí, es un libro que se lee con facilidad y con agrado, porque nada en él se hace aburrido, aunque no sean en absoluto recomendables las páginas dedicadas a la medicina del XIX, en especial las que hablan de operaciones y quirófanos (¡qué rápidamente podemos olvidar las dificultades!). Sí, es un libro que permite ser leído casi de cualquier forma. Y sí es un libro que puede cubrir muchos vacíos de los más académicos y sistemáticos libros de historia.

sábado, 19 de febrero de 2022

POEMAS CON JUGUETE... COMO EN CASA

Aforo limitado.

 Para que vaya sonando:


CASA COMPARTIDA

Tú haces los cimientos; yo, las paredes; vosotros, el tejado.

Esta podría ser nuestra utopía razonable,
un lugar donde cupiéramos todos,
donde cada cual fuera más sí mismo
y todos juntos
pudiéramos esperar algo nuevo y hermoso
cada día.
Una casa llena de gente,
sin recodos ni cajones secretos,
un espacio bien afinado,
donde el sueño fuera colectivo
y el esfuerzo
un juego compartido.
Una casa con puertas y ventanas
bien abiertas,
con vistas al futuro,
orientada hacia el empeño colectivo
y construida a fuego lento
con los mejores materiales
de todos nuestros sueños.
Una casa como un bosque
y como un río,
como un mar en calma y placentero,
como una cumbre y su valle,
como un día caricia de verano,
como una flor de primavera.
Una casa refugio y puerto franco
donde entrar y salir
sea libre y gratuito
porque dentro siempre hay alguien
que nos añora y espera.

domingo, 18 de junio de 2017

PETRONILA, UN CUENTO FANTÁSTICO DELICIOSO Y LIBERADOR

Mi Cuentacuentos ha tenido una vida larga y prolífica. Así está el pobre como está. Las historias que en él se recogen han participado en todo tipo de acciones y con todo tipo de edades. Pero de entre todas las historias, a mí la que más me gusta y la que más he utilizado es Petronila, un cuento escrito con la forma, los personajes y las características de los cuentos populares, al que se le ha añadido un toque de humor, unas gotas de modernidad crítica y una cucharadita de aires de libertad.

Como en el lugar donde resido han comenzado las tradicionales fiestas y como también hay bastante príncipe Fernando y costumbres abolengas y enraizadas, a todos ellos les dedico este deliciso cuento fantástico, obra de Jay Williams y adaptado por Teresa Durán. Disfrutadlo.


Desde que existía el país de Monteclaro, al rey y a la reina les nacían siempre tres hijos varones: al primero lo llamaban Miguel, al segundo Jaime y al pequeño Pedro.

Cuando crecían se iban en busca de fortuna; de los dos mayores no se volvía a saber, y el más pequeño regresaba siempre a casa con una princesa a la que había salvado de un encantamiento, a tiempo para coronarse rey y gobernar su reino.

Siempre había sido así, e incluso estaba escrito en la constitución, y parecía que siempre iba a ser así… hasta que empieza nuestra historia.

Corrían los tiempos del rey Pedro XXIX y de la reina Patata; ya tenían dos hijitos y estaban esperando al tercero con gran alegría de todo el país, porque todo el mundo sabía que éste iba a ser el futuro gobernante.

Pero cuando nació el tercero ¡era una niña!

—¡Vaya por Dios! —dijo el rey tristemente—. Esto no está previsto en la constitución. ¿Qué podemos hacer? De momento, y por si las moscas, le pondremos Petronila.

Y como efectivamente no había nada que hacer, no hicieron nada que no estuviese en la constitución. Petronila creció, pasaron los años, y llegó el momento en que los príncipes tenían que ir en busca de fortuna. Ya estaba a punto de montar en sus caballos cuando llegó Petronila vestida de viaje y con la espada al flanco.

—Si pensáis —dijo— que yo me estaré quietecita en casa os equivocáis. Yo también me voy en busca de fortuna.

—¡Imposible! —dijo el rey—.

—¿Qué dirá la gente? —gimió la reina—.

—Mira, Petronila —le dijo su hermano Miguel—, sé razonable. Quédate en casa y espera, tarde o temprano llegará un príncipe.

Petronila sonrió. Era una chica alta, guapa, con los cabellos rubios como una llamarada, y cuando sonreía de aquel modo era para que todos temieran su cólera.

—Iré con vosotros —dijo—, y encontraré un príncipe aunque tenga que salvar a uno yo misma.

Y dicho esto, saludó a sus progenitores, montó a caballo y se largó al galope tras de sus hermanos.

Llegaron a un punto donde el camino se dividía en tres, y justo en el cruce estaba sentado un viejecito arrugado, cubierto de polvo y telarañas.

—¿A dónde llevan estos caminos, anciano? —preguntó con arrogancia el príncipe Miguel—.

—El camino de la derecha lleva a la ciudad de Plim —respondió el viejo—; el del centro al castillo de Plam, y el de la izquierda lleva a la casa del mago Albión. Y llevo una.

—¿Qué quieres decir con y llevo una? —preguntó el príncipe Jaime—.

—Quiero decir que estoy obligado a estarme aquí sentado sin moverme y que tengo que contestar a una sola pregunta por cada persona que pasa. Y llevo dos.

—¿Y no podemos hacer nada para ayudarte? —preguntó Petronila entre curiosa y conmovida—.

—¡Ya lo has hecho! —exclamó el viejo, poniéndose en pie de un brinco y quitándose el polvo de encima—, porque tu pregunta era la única que deshacía el encantamiento que me ha tenido aquí clavado durante setenta y dos años. Para recompensarte te diré todo lo que desees saber.

—¿Dónde puedo encontrar a un príncipe? —preguntó rápida Petronila—.

—Hay uno en casa del mago Albión —respondió el viejo—.

—¡Bien! —exclamó Petronila—, así ya sé dónde iré.

—Pues tendrás que ir sola —dijo el príncipe Miguel—, porque yo me voy al castillo de Plam a buscar fortuna.

—Y yo a la ciudad de Plim —añadió el príncipe Jaime—.

Se despidieron, y Petronila quedó sola con el viejo.

—¿Puedo, preguntarte otra cosa? —rogó Petronila—.

—Naturalmente, todo lo que quieras.

—Si quisiera desencantar al príncipe, ¿qué tendría que hacer? Es que nunca lo he hecho...

—No sé. Podrías ofrecerte como criada y estudiar la situación. Y por paga te haces dar un peine, un espejo y un anillo. Son cosas que siempre van bien para los encantamientos.

—No parece fácil.

—Nada de lo que queremos es fácil. Pero algo es algo.

—Gracias, pues, y adiós —dijo Petronila montando de nuevo en su caballo.

—Adiós, preciosa —se despidió el vejete, que continuaba quitándose las telarañas de encima—.

Petronila avanzó por el camino de la izquierda hasta encontrar una bonita casa con un torreón de piedra roja. Estaba rodeada por un jardín y en el césped, sobre una hamaca, estaba reclinado un joven guapísimo, de cara al sol. Petronila se dirigió hacia él.

—¿Es esta la casa del mago Albión? —preguntó—.

El joven la miró sorprendido.

—Psi… —respondió sin ganas—.

—¿Y tú, quién eres?

—Yo —contestó el joven, bostezando y rascándose— soy el príncipe Fernando de Cienfuegos. ¿Te molestaría apartarte? Estoy intentando broncearme, y tú me tapas el sol.

—No te pareces en nada a un príncipe —respondió Petronila, ofendida—.

—¡Qué tontería! Es lo mismo que dice mi padre.

En éstas se abrió la puerta de la casa y salió un hombre vestido de negro y plata, con la cara sabia y severa. Era el mago.

—Vengo a trabajar con usted —dijo Petronila, valerosamente—.

—Si quieres, puedes quedarte. Pero no será fácil —dijo el mago Albión—.

—Esta noche tendrás que dormir con mis perros —añadió—.

Era una manada de siete perros salvajes, que se pasaban el día aullando y gruñendo. Pero Petronila hizo de tripas corazón, entró decidida en el torreón y no se sabe muy bien cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la noche contándoles cuentos—, pero la verdad es que al día siguiente, cuando el mago abrió la puerta, los temibles perros eran mansos como corderos.

—Bien mereces una recompensa, por valiente —exclamó el mago—. ¿Qué deseas?

—Quiero un peine para mis cabellos —dijo Petronila—.

Y el mago le dio un hermosísimo peine de ébano.

Petronila salió al jardín y vio al príncipe tendido al sol intentando resolver un crucigrama. Se le acercó y le susurró al oído:

—Estoy haciendo todo esto por ti.

—Muy amable por tu parte —dijo el príncipe distraídamente—, pero dime una palabra de ocho letras sinónimo de egoísta.

—¡Fernando! —respondió Petronila, molesta, y se volvió con el mago dispuesta a saber qué nuevo trabajo le esperaba aquella noche—.

Aquella noche el mago Albión la condujo a los establos, donde había siete enormes caballos blancos, que apenas la vieron empezaron a tirar coces y a relinchar de modo horriblemente tétrico.

Pero Petronila no se acobardó, y aunque no sabemos muy bien cómo se las compuso —hay quien dijo que los caballos relinchaban porque tenían hambre y que la princesa se limitó a darles de comer—, lo cierto es que a la mañana siguiente, al abrir la puerta, el mago encontró los establos relucientes, los caballos cepillados y aseados lamiendo las manos de Petronila.

—Mereces una recompensa —dijo el mago Albión— por buena y diligente. ¿Qué quieres?

—Un espejo para mirarme cuando me peine —respondió Petronila —.

Y el mago le regaló un espejito de plata.

Petronila se fue al jardín, donde el príncipe Fernando estaba jugando al tenis, pero ni tan siquiera se dignó mirarla. Petronila soltó un bufido de despecho y le dijo al mago:

—Trabajaré otra noche para usted, y basta.

—Como quieras —respondió el mago Albión—.

Y aquella noche llevó a Petronila al henil donde había siete enormes halcones rojos que parecían dispuestos a sacarle los ojos. Pero Petronila no se amilanó, y naturalmente tampoco sabemos cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la noche enseñándoles buenos modales y a cantar a coro—, pero lo que sí se sabe es que, cuando a la mañana siguiente el mago Albión abrió la puerta encontró la más hermosa bandada de pájaros posada en el henil que nadie haya visto jamás.

—Mereces una recompensa, por inteligente. Si hubieras intentado huir te habrían hecho trizas. ¿Qué quieres?

—Un anillito para mi dedo —respondió Petronila, que tenía fija en la cabeza la idea de desencantar al príncipe y quería hacerlo cuanto antes—.

El mago le regaló un bonito anillo de oro, y Petronila se fue corriendo hacia el príncipe Fernando, que dormía profundamente envuelto en un pijama de raso purpura.

—¡Levántate! —exclamó Petronila—. ¡He venido a salvarte!

—¿Qué hora es? —bostezo el príncipe—.

—¿Y esto qué importa? ¡Vamos!

—Pero tengo sueño ...

—Realmente, como príncipe, no vales un bledo..., pero como no he encontrado nada mejor ... ¡Vámonos ya!

Lo agarró por el brazo y lo arrastró hasta la puerta, donde esperaban ya dos corceles ensillados. Lo hizo montar, y veloces como el viento se alejaron de la casa del mago. No tardaron en divisar a éste, que los perseguía y estaba por darles alcance, cuando Petronila se acordó de los objetos mágicos que llevaba consigo.

Tiró el peine por encima de su hombro e inmediatamente el peine se convirtió en un bosque tan espeso que nadie podía atravesarlo.

—¡Bien! —exclamó Petronila—.

—¡Me duele el pompis de tanto cabalgar! —gimió el príncipe—.

Pero el mago se transformó en un hacha mágica que cortó el bosque en un periquete. Y la persecución prosiguió.

Cuando ya estaba a punto de darles alcance, Petronila tiró el espejo por encima de su hombro y se convirtió en un lago huracanado que nadie podía cruzar.

—¡Hip, hip, hurra! —gritó Petronila—.

—¡Ay! ¡Quiero bajar! —gimoteó el príncipe—.

Pero el mago se transformó en un salmón que atravesó el lago en un santiamén. Y la persecución continuó.

Cuando estaba justo detrás de ellos, Petronila echó su anillo por encima del hombro. El anillo cayó exactamente encima del mago, atenazándole, sin dejarlo moverse ni casi respirar.

—¡Cielos! ¡Morirá! —Se horrorizó Petronila—.

—¿Y a ti qué te importa? ¡Llévame con mi mamá! —dijo el príncipe Fernando—.

Pero Petronila bajó del caballo y le preguntó al mago:

—Si te saco de aquí, me prometes que dejarás libre al príncipe?

—¿Dejarlo libre? ¡Si quien está feliz de librarse de él soy yo! 

Petronila quedó estupefacta:

—No entiendo nada. ¿Entonces por qué lo tenías encantado?

—¡Pero si yo no lo encanté! Apareció un día por mi casa, y como la vida allí le resultó muy cómoda no hubo modo de que se marcharse.

Entonces Petronila comprendió. Fernando sí que era un príncipe encantado, pero encantado de tonto, presumido y engreído. Y decidió pasar a la acción.

—¿Entonces por qué nos perseguías?

—No le perseguía a él, te perseguía a ti. Eres la chica que siempre he deseado; valiente, amable, buena, diligente, lista e incluso guapa.

—¡Oh! —dijo Petronila— entiendo... Y añadió: ¿Y cómo me las compongo para librarte del anillo?

—Dame un beso.

Ella lo besó y el anillo se desvaneció,

Petronila cogió al príncipe (que ya estaba roncando otra vez) por los fondillos de su pantalón de pijama y lo dejó en la cuneta.

—¡Ahí te quedas, encantado! —exclamó con la satisfacción del trabajo bien hecho. 

Invitó a Albión a montar a caballo y galoparon hacia el país de Petronila.

—No sé qué dirán mis padres y la constitución cuando vean que vuelvo a casa con un mago.

—Vamos a descubrirlo ¿no? —dijo el mago alegremente—.

Y desde entonces, desde Petronila y Albión, hay en Monteclaro una nueva constitución.